Capítulo I
El funeral
fue como cabía esperar, el señor Codovan no tenía amigos y tampoco
estaba casado, así que el cortejo fúnebre que acompañaba el
féretro en su último adiós en el Mount Hope Cementery de Boston,
se componía únicamente de nosotros, los empleados de Stielder
Company.
Paseando
la vista a mi alrededor me di cuenta de que nadie estaba mirando
hacia el ataúd, todos los ojos estaban puestos en la pose rígida de
Arthur Stielder.
No era la
única que se moría de ganas por saber qué tendría que decir en la
reunión del lunes, tras hablar con el consejo directivo. Habría
cambios, seguro. A Roy, mi jefe, le había costado trabajo no sonreír
cuando se enteró de la muerte del señor Codovan, ya se veía
ocupando su cargo, pero no las tenía todas consigo, Thomas Elder y
Catherine Newman, también optaban al puesto.
Los demás,
todos pequeños peones como yo, habíamos hecho una porra al
respecto.
—¿Quiere
dedicarle unas palabras al finado? —el párroco interrumpió mis
pensamientos y alcé el cuello para observar el semblante del señor
Stielder.
Arthur
Stielder se acercó al ataúd y carraspeó. Su sentido de la moda se
había quedado en los años setenta, llevaba un impecable traje negro
hecho a medida de tres botones en vez de dos, sus pantalones eran
demasiado anchos y su chaqueta demasiado corta y estrecha, y en sus
solapas, exageradamente amplias, habría podido aterrizar un 747.
Antes de
hablar nos dedicó a todos una de sus miradas gélidas y arrogantes,
para cerciorarse de que no hubiese murmullos mientras él soltaba su
discurso.
—Creo
que hablo en nombre de todos cuando digo que Codovan ha sido una
inspiración para nosotros. Robert, era un hombre enamorado de su
trabajo, echaremos de menos la pasión que ponía en hacer de la
compañía Stielder una de las empresas más fuertes del país,
llevándonos al éxito en innumerables ocasiones. Era un hábil,
certero, siempre iba un paso por delante de la competencia, siempre
dispuesto a pelear por nuestra gran familia empresarial. Por eso
estamos todos hoy aquí, para despedir al hombre que hizo posible que
nuestros sueños llegasen tan lejos. Te echaremos de menos, amigo.
—¿Amigo?
Tú no tienes amigos, Cacatúa —susurró Anna a mi lado.
—Calla,
me vas a hacer reír —dije bajando la cabeza para disimular una
sonrisa.
—¿Te
has fijado en los carroñeros? Mi jefa ha estado sacando brillo a sus
colmillos —comentó dirigiendo la mirada hacia Catherine Newman.
—El
mío se pasó todo el viernes tarareando alegremente, ya se ve en el
puesto —le respondí resoplando.
Finalizada
la ceremonia, la gente empezó a abandonar el cementerio entre
murmullos. Catherine Newman alzó la mano y la agitó con fuerza,
demasiado cerca del ataúd del señor Codovan, me pareció un gesto
de mal gusto. Claramente trataba de llamar la atención de Anna,
¡como si fuese posible ignorarla!, cualquiera habría podido perder
la vista eclipsado por tanto complemento.
A mí me dedicó una mirada de desconfianza. No sé por qué, los
jefes están absolutamente convencidos de que las secretarias de los
demás somos completamente fieles a nuestros superiores, como
perrillos falderos sin otra cosa que hacer que adorar a su amo,
cuando lo cierto es que todas estamos de una u otra manera, cansadas
de sus manías e intrigas de oficina.
—Nos
vemos en Tooll´s —se despidió Anna.
Tooll´s
es el pub al que acudimos los sábados por la noche, un sitio nuevo
que descubrimos por casualidad en Cambridge, una noche en la que
nuestra intención era ir al Regatta Bar, en Benett Street, para
disfrutar de buen jazz, y una lluvia torrencial nos sorprendió unas
manzanas antes de llegar, obligándonos a refugiarnos en el callejón
lúgubre donde está situado.
Al
principio nos asustamos porque la clientela no puede describirse como
selecta precisamente, es una especie de refugio de borrachines,
personajes bohemios, moteros, y todo un cúmulo de gente que parece
desentonar en todas partes.
Yo no
quería volver a poner un pie en aquel sitio porque León, el barman,
que también es el dueño, y yo, tenemos una relación... digamos
tirante, pero Sally, la secretaria de Thomas Newton, está encantada,
porque salvo las moteras, no hay otras mujeres, a parte de nosotras,
en todo el local, y la insistencia de su madre para que encuentre
marido la está afectando, creo que demasiado.
León
es... ¿cómo describir a León? Tiene los ojos de un tono miel, son
los ojos más bonitos del mundo, tan cálidos, sabios, tristes y
traviesos a la vez, juega con ellos como nadie. Sus labios son
carnosos y atrayentes y a veces, cuando sonríe, me cuesta no sonreír
con él. Es alto, de complexión fuerte y adicto a las frases
lapidarias y al sarcasmo, que practica con todo el que se le pone a
tiro, especialmente conmigo, es su diversión favorita y siempre
acaba sacándome de quicio. Me cae bien pero es detestable.
—¡Daphne!
—Allan Carr me dedicó una de sus preciosas sonrisas felinas, es
tan increíblemente guapo y tan desafortunadamente mujeriego, que no
deja margen para otra cosa que no sea un poco de coqueteo sin malicia
—¿Me acercas a casa?, mi coche está en el taller.
—Claro,
vamos —acepté.
Caminé
con mi escolta gatuno hasta mi Ford Escape de segunda mano.
—Y
bien, ¿quién va ganando en las apuestas? —me preguntó luciendo
una sonrisa encantadora.
—Roy
y Catherine van muy igualados, cualquiera de los dos puede ser el
nuevo jefe, casi todas hemos descartado a Thomas.
—¿Tú
por quién has apostado?
—Por
Roy, aunque estuve a punto de apostar por Catherine solo por las
ganas que tengo de ver perder a mi jefe.
—Pero
si él gana tú también ascenderás y tendrás despacho propio.
—¡Oh,
no!, la verdad es que no había pensado en ello, ¿y qué pasará con
Maggy? Pobre, se la veía muy afectada.
Maggy era
la secretaria del difunto señor Codovan, una mujer tremendamente
dulce, amable y cariñosa, en la séptima planta la considerábamos
la madre de todas. Siempre está dispuesta a echar una mano y a
cubrir a cualquier compañero. Había entrado en la empresa a los
dieciocho años y apenas le quedaban cinco para jubilarse, odiaba
pensar que yo podría ser la causa de una reducción de sueldo y
puesto debido al ascenso de Roy, quizá incluso prescindieran de
ella, era una expectativa horrible.
El coche
traqueteó de forma extraña mientras nos deteníamos en un semáforo
en rojo.
—¿Qué
le pasa a este trasto? —preguntó Allan.
—Yo
estoy más preocupada por qué va a pasar con Maggy —contesté
odiándome a mí misma por no haber caído en que el ascenso de Roy
podría perjudicarla.
—¡Venga
Daphne!, no pasará nada, Maggy es intocable, todos lo sabemos,
incluso el señor Stielder le tiene respeto, yo me preocuparía más
por tu coche.
“Menuda
falta de tacto”, pensé molesta.
Allan
debió notar mi cambio de humor porque empezó a hablar de nuevo de
las apuestas, comentando que Bowman, uno de sus compañeros de
envíos, había apostado veinte dolares a que el nuevo jefe sería la
anciana señora Stielder, y que los tres más que probables
candidatos, serían descartados.
La verdad
es que el comentario me hizo reír. Bowman tenía esa cualidad, sus
teorías sobre cualquier cosa eran siempre descabelladas.
El móvil
empezó a sonar cuando maniobraba para dejar a Allan frente a su
bloque de apartamentos.
—¿Sí?
—¿Daphne?
—Hola
mamá —“es mi móvil, ¿quién iba a ser si no?”, me digo
internamente.
—Tienes
que venir enseguida, tu hermana ya está en el hospital.
—¡Ya!
—me sorprendo —, pero si todavía le quedan dos semanas.
—El
niño se ha adelantado. Habrá salido a ti, que siempre tienes
prisa...
—¡Ja,
ja,! Muy graciosa. Voy para allá ahora mismo.
Mi
coche volvió a traquetear de forma extraña cuando me puse en marcha
hacia el Tufts
Medical Center .
—Tendrás
que aguantarte, si me dejas tirada ahora te mato.
A veces
hablo con el coche, sí, y con algunas otras cosas, es una manía
familiar, lo hacía mi abuelo, lo hace mi padre y lo hago yo.
En los
pasillos del hospital me encuentro a mi madre, es imposible no
distinguirla incluso a distancia, está dando vueltas como una fiera
enjaulada y se apresura a salirme al paso en cuanto me ve.
—Ya
la han bajado a quirófano —me informa visiblemente nerviosa.
—¿Tan
pronto?
—Han
llegado justo a tiempo, parece ser que tu hermana estaba convencida
de que tenía dolor de estómago por algo que había comido y no
quería venir. Ya sabes cómo es Valeria, se le ocurren unas cosas...
—Habrán
sido los nervios, mamá ¿Y James, ha bajado con ella?
—Sí,
estaba blanco como la cera, creo que los médicos tendrán que darle
oxígeno.
—¡Mamá!
Mi madre
no soporta a mi cuñado, la verdad es que a mí tampoco me cae bien,
en las cenas de navidad es una tortura aguantar sus chistes soeces,
las críticas a la comida para molestar a mi madre, y sus preguntas
sobre mi vida amorosa, así que en parte me alegra que por fin algo
le haga cerrar la boca. Con el único que no se atreve a meterse
James, es con mi padre, porque le mira fijamente sin contestar cuando
trata de molestarle.
—Hola
papá —le saludo sonriendo. Se le ve mala cara y me doy cuenta de
que intenta disimular lo preocupado que está—. Es un buen
hospital, papá.
—Ya
lo sé hija —dijo desviando la mirada.
Mi madre
acapara la conversación durante la espera, es su manera de sacarse
de encima la tensión del momento.
—¡Allí!
—grita levantándose de un salto cuando por fin suben a mi hermana
en la camilla.
Todos
esperamos a que la introduzcan en la habitación.
—¿Y
el niño? —pregunta mi padre al ver que está sola.
—Ahora
me lo traen papá, están haciéndole pruebas —contestó Valeria.
—¿Pruebas?
—el color huye de la cara de mi padre.
—Es
lo normal, lo hacen con todos los recién nacidos para asegurarse de
que están bien, tranquilo —le calmó sonriendo.
—¿Qué
tal estás? —pregunté cogiéndola de la mano.
—Cansada
pero feliz, tengo ganas de que lo traigan ya, es tan... tan bonito
—sonríe.
—¿Y
James?
—Lo
ha pasado fatal el pobre, se ha desmayado y lo tuvieron que sacar de
quirófano entre dos enfermeras.
—Vaya,
se lo ha perdido —dijo mi padre con fingida compasión.
—No,
lo vio después, ahora está con él mientras le hacen las pruebas.
Me muero de sed —añadió paladeando.
—¿Quieres
que le pida un vaso de agua a la enfermera? —le pregunté.
—No
puedo beber nada hasta que me quiten esto —me contestó meneando la
goma conectada al suero—. Pero puedes pedirles que te dejen una
gasa empapada, me dejan mojar los labios.
—¡Madre
mía, qué tortura! —me asombré.
Un rato
más tarde nos trajeron al niño y pasó algo que no me esperaba, los
ojos se me llenaron de lágrimas al verlo, era tan pequeño y
maravilloso. En el pasillo se escuchaban los gritos de algunos bebés
llorando, pero mi sobrino apenas emitía un leve llanto. Mi padre
tuvo que reprimir las lágrimas, como yo, así que imaginad cómo
llegué esa noche a Tooll´s.
—¡Señor
León, una ronda para las señoritas, estamos de celebración! —grité
al entrar.
—Se
nota, hoy vienes muy guapa, te sienta bien el negro, a ver si lo
adivino, ¿vienes de un funeral?
—Pues
en realidad, sí —contesté sonriendo.
León
sonrió de medio lado y yo le miré fijamente a los ojos,
aguantándole la sonrisa.
—¿Algún
tío rico que ha dejado su fortuna a la sobrina rubia? —preguntó
con cinismo.
—No,
un jefe de la oficina —contestó Sally.
León la
miró fijamente intentando dilucidar si le contaba la verdad o se
unía a mí en una broma para buscarle las cosquillas.
—No
sabes cuándo dejarlo, ¿verdad León? —sonreí con cinismo y él
entrecerró los ojos.
—¿De
verdad estamos celebrando la muerte de Codovan? —preguntó
inocentemente Sally—. ¿Es que sabes algo que nosotras no sepamos?,
¿han nombrado ya a alguien?
—En
realidad... Bowman tenía razón, la señora Stielder ha sido
nombrada nueva jefa de proyectos y nuestros jefes están descartados,
ahora mismo están instalando mobiliario adaptado especialmente para
sus problemas de reuma —me puse algo seria para darle veracidad.
—¡Estás
de broma! —Anna estaba estupefacta.
León no
sabía cómo disimular su asombro, pasaba el paño una y otra vez por
el mismo sitio como limpiando una inexistente mancha en la barra. Me
hacía gracia esa estupefacción suya, creyéndome capaz de celebrar
la muerte de alguien.
—¡Pues
claro que estoy de broma! —me carcajeé—. Acaba de nacer Charles,
mi sobrino, por eso he venido de viuda negra, no me ha dado tiempo a
cambiarme, llevo toda la tarde en el hospital —me giré hacia León
con cara de burla y él se hizo el despistado dándose la vuelta para
ordenar las ya ordenadas botellas del mostrador.
El local
se animó bastante esa noche, o puede que fuese yo la que estaba
animada, terminé invitando a una motera y su novio a unas copas y
bailé con ellos dos, mientras Anna y Sally, se desternillaban de
risa. Al final el alcohol me pasó factura y me empeñé en creerme
una experta en billar, total, que aposté cincuenta dolares y perdí,
claro, porque no había jugado en toda mi vida, y porque la mesa se
movía mucho. La motera y su novio se pelearon con el tipo que me
invitó a jugar por aprovecharse de mi estado, ganaron, pero en el
trascurso de la pelea traté de mediar para detenerles y recibí una
patada en las costillas nada agradable.
León los
sacó a los tres del local de malas maneras y a mí me sentó en una
silla de la mesa que ocupaban mis amigas.
—A
ver si te estás quietecita ya, rubia.
—Pídeme
otra cosa, barbitas —repliqué dándole la espalda.
—Tienes
a León preocupado —me dijo Anna.
—Es
un aguafiestas.
—El
aguafiestas te ha salvado de recibir una paliza —añadió.
—¡Bah!,
tengo demasiado alcohol en sangre para sentir un golpe ahora mismo,
estoy anestesiada corporalmente.
—Menuda
trompa —se carcajeó Anna.
—León,
guapo, tráeme otro mojito —le grité desde la mesa.
—Enseguida
señora —contestó en tono fingidamente servicial.
—Este
se trae algo entre manos, conozco ese tono —dije dándome la vuelta
para mirarle mal.
—¿Se
puede saber qué os pasa a los dos? —preguntó Sally—, parecéis
un matrimonio.
—¿Tú
qué dices León ? —grité—, ¿me quieres o me odias?
—Estoy
trabajando, no tengo tiempo para dejarte en evidencia ahora mismo
—gritó a su vez desde la barra.
—¿Estás
haciendo huelga de rubias?
—No
tengo nada contra las rubias, mi madre es rubia. Y sí, sé cómo
piensas o cómo intentas pensar por ese hecho.
—No,
no tienes ni idea barbitas, me estoy partiendo de risa internamente
pensando en Freud.
—Lo
sabía perfectamente.
—Claro,
por ciencia infusa, que suerte tienes.
—Suerte
la tuya que me tienes como camarero, aceptaré una buena propina como
agradecimiento.
—Pues
cuando a su majestad le venga bien, tráigame esa copa.
Le vi
acercarse con la bandeja y sonreí echando la mano al aire como si
pudiese coger mi mojito a esa distancia.
—¿Café?
—me sorprendí al reconocer el contenido de la bandeja—. ¿Y qué
quieres que haga con un café, subirlo a Instagram?
Creo que
en ese momento el alcohol me bajó de golpe.
—Tómatelo
y en una o dos horas te habrás recuperado lo bastante como para
conducir eso —señaló mi coche en el aparcamiento.
—¡Uff!
—resoplé—. Ni que fueras mi madre... Estoy perfectamente, podría
conducir incluso con los ojos cerrados hasta casa.
—Por
eso mismo, porque soy consciente de que podrías intentarlo
—respondió dándose la vuelta.
—Oye,
¿qué es lo que os pasa? El primer día que entramos aquí pensé
que vosotros dos... —me susurró Anna.
—¿León
y yo? —pregunté soltando una carcajada—. Hay que ver qué cosas
se te ocurren, no hay un tipo más irritante en toda la ciudad.
—Pues
está como un queso —dijo Sally con los ojos pegados al trasero de
León.
—Sí,
vale, está bueno pero es... es...
Mis amigas
abrieron los ojos esperando que les contase lo que había sucedido el
primer día de nuestra llegada a Tooll´s.
—Anna,
se buena amiga y ve a pedir un mojito para mí —le pedí desviando
el tema.
—No,
León tiene razón, has bebido demasiado.
—¡León,
León! —me enfadé—. ¿Desde cuándo se le hace más caso al
barman que a una amiga?
—Oye,
si sigues bebiendo acabarás en el mismo hospital donde ha nacido tu
sobrino, pero con un coma etílico. Tú nunca bebes tanto.
—Pues
entonces me voy —dije levantándome.
Lo hice
tan rápido que perdí el equilibrio y me senté de nuevo golpeándome
el trasero contra la silla.
—¡Ay!
—me quejé.
—¿Quieres
unas friegas? —me gritó León desde la barra con una expresión
burlona.
Los
habituales del pub se echaron a reír y volví a levantarme furiosa.
Caminé lo más derecha que fui capaz hacia la salida y fui dando
zancadas hasta el coche, abrí la puerta del Ford Escape y me
disponía a sentarme cuando alguien me agarró por la cintura y me
apartó de él, haciéndome girar en el aire como un muñeco y
cerrando la puerta de mi coche de forma brusca.
—
¡Eh, eh, eh! — me dijo León—. ¿A dónde te crees que vas?
—
A casa.
—
En tu coche no —se negó arrancándome las llaves de la mano.
—¿Pero
quién te has creído que eres? —protesté estirando mi brazo y
dando saltitos para intentar alcanzar las llaves que sostenía en
alto.
—Esta
es otra razón por la que no te voy a dejar conducir, ¿crees que
podrás quitarme las llaves de la mano? Yo mido 1,80 y tú... ¿1,40?
—¡Mido
1,60, idiota! —respondí molesta—. ¡Oh, ya veo!, eres uno de
esos que cree que cuanto más alto más listo. Normal, los altos no
regáis bien, la sangre llega demasiado tarde al cerebro porque tiene
que recorrer toda ese pedazo de carne de chorlito.
—No
soy alto, soy de estatura normal, lo que pasa es que tú eres bajita.
—¡Yo
no soy bajita!
—¿Lo
ves? Te niegas a aceptar la realidad, voy a meterte en un taxi para
evitar que tu diminuto cuerpo acabe en el depósito. No tengo ganas
de asistir a tu funeral y ver cómo eres enterrada en una cajita de
cerillas.
—¡Uy,
que ingenioso! ¿Se te ha ocurrido a ti solito?
—Vamos
—dijo agarrándome del brazo.
Me
arrastró hasta la parada de taxis y me abrió la puerta haciéndome
un gesto teatral para que entrase. El taxista sonrió ampliamente al
verle.
—Hola
León, una noche movidita, ¿eh? —le dijo echándome una mirada
nada disimulada.
—Ni
te lo imaginas, Lu —contestó él con su habitual cara lastimera.
—¿A
dónde va señorita? —me preguntó amablemente Lu.
—A
mi casa —contesté cruzada de brazos.
—Tienes
que darle la dirección —dijo León—, los taxis funcionan así.
—Estoy
evitando hacerlo porque estás aquí.
—Vaya,
y yo que pensaba asaltar tu casa tras diez horas detrás de la barra
—dijo meneando la cabeza con fingida pena.
—¡No
vas a volver a verme por aquí! —le chillé.
—Te
volveré a ver mañana mismo.
—¿A
sí? —pregunté con sorna—. Te creerás encantador. No cuentes
con ello, barbas.
—Abro
a las siete.
—Anda
que sí, que voy a venir a verte. Espérame en el porche con una taza
de té caliente.
—Tú
misma —dijo meneando las llaves de mi coche delante de la
ventanilla.
—¡Dámelas!
—grité tratando de abrir la puerta.
—¡Arranca
Lu! —le ordenó haciendo fuerza contra la puerta para que no
pudiese salir del taxi—. Da vueltas hasta que recupere la memoria y
se acuerde de dónde vive.
—¡Eres
idiota! —grité sacando la cabeza por la ventanilla mientras el
taxi se alejaba.
—¿A
dónde? —preguntó de nuevo Lu cuando volví a meter la cabeza
dentro.
Resoplé
echando la cabeza hacia atrás y le di la dirección.