Me ha picado un vampiro


Capítulo I




Son las ocho de la mañana y, como siempre, el metro está atestado de personas. Odio los lunes, porque todo el mundo tiene más prisa por llegar a su lugar de trabajo que cualquier otro día de la semana, pero sus reflejos no les responden como deberían, y siento como si caminase entre zombis, es imposible no tropezar con al menos diez personas mientras recorro los túneles cargada con mi mochila.
Las miradas son grises y los estudiantes hablan más alto de lo normal, supongo que gracias a un efecto secundario de escuchar música a todo volumen el fin de semana.
También los odio porque a primera hora tengo reunión con el señor Overin, jefe del departamento de Antigüedades Medievales del Museo Arqueológico Nacional, donde trabajo. Desde que llegó, hace ahora tres meses, me ha tenido debajo de un diente, y el lunes es su día favorito para torturarme, siempre me mira de arriba abajo para soltarme algún chiste sin gracia sobre lo mal que me ha sentado el fin de semana, y soy consciente de que un día le diré algo que será motivo de despido.

No sé qué pasa hoy, hay demasiada gente apelotonada en la estación de Lavapiés, estoy a escasos centímetros del borde del andén y me veo nuevamente empujada hacia adelante, un empujón más y no podré quejarme nunca más de los lunes.
Intento echarme hacia atrás cuando escucho el sonido del tren aproximándose, sé que siempre hay alguien que cree que es posible entrar en un vagón incluso antes de que el tren se haya detenido, y yo no quiero morir en una triste estación de metro, quiero morir en mi cama, abrazada al hombre que habré amado durante muchos años, sin dolor, cómodamente entre sus brazos.
Soy una romántica incurable, pero tengo un problema con mi espacio vital, lo necesito por encima de cualquier otra cosa, por eso llevo más de un año sola, no me decido a salir con nadie porque prefiero imaginármelo que enfrentarme a la realidad de una relación. Todo es más bonito cuando tienes una pareja imaginaria, incluso las discusiones que, por supuesto, siempre gano yo.

“Otra vez los empujones, si no hago algo enseguida caeré sin remedio a las vías, ¿acaso nadie se da cuenta?” Escucho protestas detrás de mí pero parece que no disuaden a la multitud, que se empeña en seguir empujando.
¡Allí! grito a pleno pulmón alzando el brazo y señalando con insistencia hacia arriba.
La masa se detiene de inmediato y siguen la dirección de mi dedo, algunos se agachan esperando que caiga algo sobre sus cabezas, otros fuerzan la vista entrecerrando los ojos e intentando vislumbrar el objeto inexistente hacia el que señalo. El paso del tren a escasos centímetros de mi cara me levanta algunos mechones de pelo y los arroja sobre mi rostro, pero no cambio de postura ni me molesto en apartarlos, seguramente parezco un espectro salido del otro mundo, con mi gabardina negra empapada de cintura para abajo, y mi leonina y ondulada melena rubia ocultándome el rostro.
… está el techo termino la frase cuando el tren se detiene por completo.
—Menuda chiflada! —escucho decir a alguien a mis espaldas.
—Pero sigo viva —contesto con una sonrisa, volviendo la cabeza.
Mi numerito en el metro me ha procurado más espacio del esperado, la gente que ha subido a mi vagón cree que estoy loca y evitan el contacto físico, incluso el visual, empiezo a pensar que tendría que hacer esto todos los días, es estupendo poder llenar los pulmones de aire.
Por desgracia, las personas con las que subo el siguiente trasbordo en Callao, no tienen inconveniente en aplastarme contra la puerta en cuanto se cierra. Siempre me pongo allí con la esperanza de recibir algo de oxígeno cuando se abren, pero hoy va a ser imposible sobrevivir.
“Cuatro paradas más y me bajo, puedo hacerlo”, me doy ánimos.
Por fin camino libre entre los zombis hasta la salida, agarrando el asa de mi mochila como si llevase algo importante, y no las llaves de casa, un diminuto paraguas plegable a juego con mi gabardina, la cartera con la increíble cantidad de treinta euros, una ensalada sabor a plástico para el almuerzo, y mi bata blanca.
—Buenos días, doctor Overin —saludo al entrar en el laboratorio.
—Llega tarde —gruñe sin contestar al saludo, arrugando un entrecejo poblado por unas densas cejas negras— y, si no recuerdo mal, tenía usted un enócoe y varias vasijas que catalogar.
—¡Oh sí, las piezas para catalogar...! —titubeo a propósito. Al doctor Overin le brillan los ojos con malicia, seguro de haberme pillado holgazaneando—. Se lo entregué todo el viernes, ¿recuerda? —sonrío de medio lado, asestándole el golpe.
Overin me mira fijamente con una expresión que conozco de sobra, no se va a rendir, está esperando para hacer su comentario poco sutil. Sus ojos centellean de nuevo bajo esas cejas selváticas, y reprimo un suspiro de exasperación esperando su fingida expresión de sorpresa.
—¡Uy, menuda cara trae señorita Colette!, ¿se encuentra bien? Hay que descansar un poco el fin de semana, no puede ser todo fiesta.
—En realidad no…
La frase queda interrumpida por el sonido del móvil de Mae. El doctor Overing vuelve la cabeza bruscamente y la mira con reprobación, sus labios se curvan hacia abajo y deja su interrogatorio sobre mi fin de semana para reprender a mi compañera. Se pierde en una charla sobre la falta de educación que supone traer “uno de esos aparatos infernales”, que es como él llama a los móviles, al sagrado lugar en el que trabajamos, y le exige que lo silencie y lo deposite en un cajón hasta que termine la jornada laboral. Lo siento por Mae, pero suspiro aliviada por no tener que aguantar sus alusiones a mi vida privada.
Mae se apresura a guardar el móvil en el cajón y, en cuanto Overin se da la vuelta, me mira fijamente, sonríe con malicia, me enseña otro móvil que saca del bolsillo de su bata, y yo tengo que reprimir las ganas de soltar una carcajada.
Me he quejado muchas veces a Mae del trato de Overin, de sus bromas, pero no esperaba que ella tomase cartas en el asunto y decidiese llevar al trabajo un segundo terminal para llamarse a sí misma, y desviar la atención del jefe cuando me diese la lata ¡Punto para Mae!

—Casi me olvido, Colette, tengo una reunión dentro de media hora y hay algo que quería preguntarle —Overin se lleva las manos a la espalda y adopta una expresión seria, lo que me hace temer una encerrona.
—Pues dígame —respondo entrecerrando los ojos.
—Como sabrá, la semana que viene, como cada año, se celebra la noche de los museos, y necesito un voluntario para cuidar de que todo quede en su sitio, una vez que los visitantes abandonen el museo. Había pensado que usted, que es tan eficaz, es la candidata ideal para desarrollar ese papel, si no tiene otros planes, por su puesto. Lo haría yo mismo, pero tengo que salir inmediatamente para Zurich, no le puedo adelantar de qué se trata, pero le diré que podríamos ser depositarios de un verdadero tesoro, y además este favor será un punto extra para usted, que muy probablemente necesitará para renovar su contrato, que como sabe, expira en dos meses.
“Muchas gracias por preocuparse de mi estabilidad laboral”, pienso enfadada arqueando las cejas.
—Por supuesto, cuente conmigo —acepto intentando que no se me note el enfado.
—¡Entonces todo arreglado! —exclama sonriente, frotándose las manos como un usurero—. Empiece de inmediato a trabajar en el inventario de las piezas a exponer, cuando termine acérquese a Numismática y entrégueselo a Leticia, y presione para que se expongan en una de las salas principales, ¿quiere?, los de Egiptología y Oriente Medio se creen los amos del museo, ya les conoce.
Lo dice como si fuese la cosa más sencilla del mundo y le miro mal, pero no se da cuenta, su mirada se desvía hacia la vidriera acristalada que separa la oficina del resto de los cubículos de los diferentes laboratorios del Museo. Veo pasar a Jaime a toda prisa. El señor Overin le adora, yo le tengo algo de manía porque jamás llega a su hora y me paso la vida corrigiendo los errores en su sección sin que me lo haya agradecido ni una sola vez, y lo sabe, sé que lo sabe.
Mientras camina por el pasillo con sus andares gatunos, me regala una sonrisa encantadora y Mae le mira descaradamente el trasero, mordiéndose el labio inferior. Está loca por él, todas las mujeres del museo lo están, y no entiendo por qué, es muy guapo sí, pero un cara dura. Vivir con alguien así sería… insoportable. Me lo imagino robando las cremas hidratantes de sus numerosas amantes por las mañanas, ese brillo en la piel no es natural, a mí no me engaña.
Le miro fijamente con cara de poker, esperando que se le congele la sonrisa, pero no parece importarle lo más mínimo. Enseguida pierde interés en mí y se pone a flirtear con Marta, la nueva incorporación de su sección, que se cruza con él en el pasillo, y luego se aleja saludando a todo el mundo como si fuese el dueño del museo.
Mae reprime una carcajada, me conoce lo suficientemente bien para saber lo que se me está pasando por la cabeza, y me hace un gesto de teclear con los dedos, lo que entre nosotras significa que vamos a cotillear por WhatsApp .
—Jaime, espere un minuto! —le llama Overin desde la puerta.
Miro mal a mi jefe, aguantarlos a los dos en un espacio reducido es una prueba para mis nervios y suspiro de mal humor.
—Hola Peter —saluda.
Jaime es el único que tiene permiso para llamar al doctor Overin por su nombre de pila.
—Si no le importa, doctor Overin, voy a hablar con Leticia para discutir la posición de las piezas —le digo con la secreta esperanza que la tarea me retenga el tiempo suficiente, para que cuando vuelva no tenga que verlos a ninguno de los dos.
—Oye, Colette, ¿podrías ayudar a Marta a escoger piezas? Como ella es nueva todavía no se maneja bien con esas cosas... Me harías un gran favor.
—No es por no hacerte el favor, Jaime, es que tengo un montón de cosas que hacer y no creo...
—¡Vamos, no sea así Colette! —interviene el doctor Overin—, nosotros tenemos una reunión con el jefe y eso no puede llevarle más que una mañana.
—Pues nada, me pongo ahora mismo con todo el trabajo —contesto de malos modos.
“Será mejor que me vaya antes de acabar con este par de sanguijuelas. Los objetos que me rodean son demasiado valiosos para golpear sus cráneos involucionados”, pienso.
Mientras salgo de mi despacho escucho las carcajadas del doctor Overin y Jaime a mis espaldas, y me vuelvo, los dos están mirando hacia mí, disimulan y se miran entre ellos como si compartieran un chiste privado, se creen graciosísimos.

Todo el mundo me dice que soy como un libro abierto, soy consciente de que cualquiera que me mire a la cara se da cuenta enseguida de si estoy de buen o mal humor, por eso, cuando veo a Marta en pie, frente a su cubículo, sonriéndome insistentemente, me doy cuenta de que también me está tomando por una presa fácil, alguien a quien cargar con su trabajo, y eso me pone más furiosa.
—Jaime me ha dicho que no puedes acabar con tu trabajo sola —le espeto secamente—. ¿Qué tienes para mí?
Marta intenta disimular, pero su sonrisa se vuelve forzada.
—Ya sabes cómo están los jefes con la jornada nocturna, todos quieren que su departamento destaque.
—Todos los años pasa lo mismo, pero este es el primero en que se necesita ayuda para escoger unas piezas. Bueno, enséñame qué tienes en mente.
Marta coge del armario que tiene a sus espaldas un gran fajo de archivadores con los objetos catalogados de su departamento, que le llegan de la cintura hasta la nariz.
—¿Todo eso? —me sorprendo.
—Sí, no era tan fácil como parecía —contesta con voz dulce paladeando la patada en el orgullo que me acaba de dar.
Lo divide en dos montones y tiene la cara dura de ofrecerme el más abultado.
—Marta, yo tengo trabajo propio aparte del tuyo, me llevo este —le digo agarrando montón menos abultado.
—Claro, como quieras —contesta.
Sé que internamente se está riendo de mí, que cree que su más que posible nueva relación con Jaime la va a hacer indispensable en Protohistoria, y que en poco tiempo pasará a convertirse en personal fijo del museo, igual que pensó su antecesora y la antecesora de ésta, antes de que su relación personal con el jefe Jaime acabase también con la profesional.
Dejo el pesado montón de carpetas encima de la mesa y suspiro con cansancio cerrando los ojos un segundo para concentrarme en pasar una tarde infernal en la oficina. Mae me está mirando, sus rasgados ojos orientales me perforan desde su mesa.
—¿Tarde de cervezas? —pregunta.
—Si acabo con esto alguna vez, me voy a beber el bar.
Mae sonríe desde su mesa, se levanta y coge la mitad de los catálogos de las piezas de Protohistoria.
—No sé qué haría sin ti, Mae.

Por fin consigo acabar de efectuar la criba de Marta, gracias, sobre todo, a la ayuda de Mae. Miro el reloj, todavía quedan veinte minutos para salir y resoplo cansada, me reclino sobre el respaldo de mi silla giratoria y me impulso con los pies para dar una vuelta mientras me froto las sienes, cierro los ojos, y cuando los abro tengo a Overin en frente, a escasos centímetros de mí, mirándome fijamente.
—¡Aaaaah! —grito espantada.
—Hoy se la ve cansada de verdad, ¿por qué no sale antes y se toma un respiro? Vamos, deje lo que está haciendo y váyase a casa.
—No se preocupe, estoy perfectamente, es que no me esperaba que estuviera usted justo detrás de mí, pero estoy bien, de verdad.
“Este hombre se mueve como un fantasma”, pienso todavía con el corazón en la mano por el susto.
—No insista Colette, y váyase a casa. Es una orden —añade juntando las cejas.
—Pero… —intento protestar.
El señor Overin me tiende el bolso y la gabardina, y los cojo poco convencida, lanzándole una mirada suplicante. No quiero irme, quiero salir con Mae, pero la cara de mi jefe no da lugar a discusión, ha decidido comportarse como lo haría un padre déspota y me manda castigada a casa.
Miro a Mae, no puedo decirle que la espero fuera para tomar esa cerveza, así que decido tomarme algo en la cafetería en la que a veces quedamos para desayunar, y mandarle un Whatsapp desde allí.

Mae no tarda mucho en salir y decidimos ir al pub de su primo en el centro, es un diminuto antro de mala muerte, pero nos invita a copas y nos pone una generosa ración de frutos secos y aceitunas para acompañar las cañas.
Siempre me ha dado cierto reparo recorrer el largo y estrecho pasillo de las galerías que conduce al pub del primo de Mae. Podría decir que no entendía cómo tenía tantos clientes, pero no sería verdad, siempre está lleno porque permiten fumar María. Aparte de la cerveza y los frutos secos, siempre te llevas un cuelgue extra, aunque no fumes, que no fue el caso de esa noche.
Mae solía llevar un porro en su bolso, decía que para relajarse, y aunque yo no era consumidora habitual, y normalmente rechazaba su ofrecimiento, esa noche estaba de los nervios ante la perspectiva de tener que organizar la noche de museos y me animé. Le di un par de caladas al porro de Mae, y sí, probé una nueva mezcla que me ofreció su primo, y también fumé algo más porque de repente la gente del pub se había vuelto muy amable y me pareció que todos tenían unos ojos brillantes y muy bonitos, esa noche.
De vuelta a casa, Mae y yo íbamos agarradas la una a la otra con un ataque de risa, cuando vimos venir hacia nosotras a un extraño individuo que corría como si le fuese la vida en ello.
Instintivamente agarré mi bolso con fuerza y le reté con la mirada, pero aquel tipo no se detuvo, se acercó a nosotras jadeando y nos gritó:
—¡Ayudadme, por favor, el demonio vienen a por mí!
Era un hombrecillo demacrado, con la piel pegada a sus huesos, sin nada de carne entre medias. Tenía muy hundidas las cuencas de los ojos, iba sucio, despeinado, apenas conservaba un par de dientes, y su aliento era fétido. A las claras era consumidor de algún tipo de sustancia mucho más fuerte que la María.
Me agarró por las muñecas clavándome unas uñas negras y, al hacerlo, distinguí el reflejo de algo brillante en su mano derecha. En un acto reflejo, pensando que sería una navaja, le empujé hacia atrás tirándole al suelo, para evitar que me la clavase, pero no se dio por vencido, a gatas se agarró a mis pantalones, negándose a apartarse de mí.
Sus ojos se desplazaban de mí a cada rincón del callejón, parecía realmente desesperado, y supuse que era víctima de una alucinación debido a su adicción.
Mae trató de arrastrarme hacia atrás para sacármelo de encima. Forcejeamos unos segundos hasta que por fin conseguí deshacerme de él, y ambas corrimos a refugiarnos de nuevo en el pub.
Mientras corría se levantó una potente ráfaga de viento que estuvo a punto de derribarme, y escuché un grito aterrador, pero ni Mae ni yo nos dimos la vuelta para mirar, asustadas por el extraño comportamiento del drogadicto.
El primo de Mae, junto con algunos clientes, salió a ver si le localizaban por el callejón, pero al poco rato volvieron y nos dijeron que no había nadie, de todas formas, estábamos tan asustadas que decidimos quedarnos hasta que el local cerró.
El primo de Mae nos despertó a las seis de la mañana, nos habíamos quedado dormidas en un sofá al fondo, y se ofreció a llevarnos a casa.

—¿Que es eso? —me preguntó Mae con la voz ronca por la resaca, sacando la cabeza entre los asientos delanteros del coche de Wong, para tocar con la punta de los dedos la cadena que colgaba de mis pantalones.
—No tengo ni idea. —dije fijándome en ella.
—¿Será del Yonqui? Se agarraba a tus pantalones como si no hubiese un mañana.
—Seguro que sí, tenía algo brillante en la mano, creí que era una navaja, pero puede que fuese esta cadena y se me quedase enganchada. Qué mala suerte tengo, el único hombre que quiere desnudarme resulta un adicto a las drogas.
—¡Ja, ja, ja, ja! Todavía te dura el cuelgue, deberías ir así a trabajar, Overin se llevaría su merecido para variar —se carcajea Mae—. Pero hay que reconocer que el medallón es interesante —dijo alargando una mano.
—No la toques Mae, te vas a llenar de gérmenes, ¿no tienes una toallita para cogerla?, quiero tirarla.
—Creo que los gérmenes es lo que menos debería preocuparte —me contestó Mae mirando con mucha atención el medallón.
—No quiero mirar ¡Dime que no es un objeto valioso! —exclamé abriendo mucho los ojos.
—La buena noticia es que la cadena es una simple cadena de plata, vamos, que es reciente.
—¿Y la mala?
—Bueno, la pieza central, yo diría... así, sin mis cosas y sin poder contar con tu experta opinión, haciendo una valoración superficial...
—¡Suéltalo, Mae!
—De oro macizo y del periodo Celta, pero no podría afirmarlo rotundamente, tendríamos que llevarlo al laboratorio.
—¡Oh, Dios mío!, ¿cómo voy a explicar esto?
—¿A quién?
—¡A la policía... a Overin! ¿Te das cuenta de que probablemente es robada? Los yonquis no compran medallones de oro macizo del periodo Celta. Esto debe ser de algún coleccionista, que probablemente estará muy cabreado, o peor aún, puede que la robase en algún museo. Me pedirán explicaciones, y yo miento fatal, Mae. Al final se enterarán de que estaba fumada.
—Puedes decir que te lo encontraste en la calle y dejarlo en la comisaría, en objetos perdidos, y a Overin no tienes por qué contarle una sola palabra, lo que hagas en tu tiempo libre no es asunto suyo.
—Tienes razón, ¡eso es!, mañana lo llevaré a una comisaría, lo dejaré en objetos perdidos y me olvidaré de todo esto.

Entre el susto por el extraño encuentro con el hombrecillo, la María, y el descubrimiento, me pesaba el cuerpo como si llevase un elefante a cuestas. Cuando llegué a casa me dolía terriblemente la cabeza, dejé las llaves y el dichoso medallón Celta en la bandeja de la entrada, me hice una sopa de sobre, y me quedé dormida en el sofá, frente a la televisión, con la ropa puesta.


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